Hace tiempo, tiempo atrás. Ya casi no lo recuerdo bien, pero en mi está como una huella que ha dejado rastro de lo que fue... durante un segundo.
El entró. Mi postura desprendía una seguridad lejos de mi verdadera naturaleza. Me delató una mirada de ojos penetrantes y distantes. ¿Porqué me mira así?, se preguntaría él.
Curiosamente me volvió a mirar. Una pequeña grieta que dejaba escapar algo de luz, de chispas brillantes e incandescentes, tras un muro de cemento muy bien construido, se abría en mi piel. Pensaba que podía esconder todo el fuego que contenía por dentro. Algo poco razonable.
Había una brecha en la estructura.
Sin inmutarme lo más mínimo, conservando todo el aplomo del que era capaz, y conservando aquella postura estática, casi defensiva, le miré. En cuanto se encontraron nuestras miradas, hubo un sutil parpadeo de más.
Esos ojos acuosos y brillantes, burlones, traviesos, y claramente reservados, la ponían nerviosa. Así que bajó la mirada con gesto de fingido aburrimiento.
Todo pasó en un solo segundo; suficiente para saberlo casi todo. Tu y yo, en ese instante nos conocimos sin decirnos nada, sin saber nuestros nombres.
- ¿Cómo se llama?. ¿Tendrá pareja?. ¿Estoy actuando natural? ¡Oh Dios!, ¿¡qué le digo!?, tengo que hacer algo, creo que me lee la mente. ¿Estoy paranoiando?
Me sentí extremadamente incómoda ante aquella energía invisible, que se movía entre nosotros como la atracción de un imán. Qué mosca les había picado. Él disimulaba tan patéticamente como ella.
El sol iba bajando, iba anocheciendo. ¿En qué momento el cielo y las estrellas hicieron su entrada? No importa para nada.
- ¡Tú!, me llamaste. ¿Tienes fuego?
Y cuando me giré para mirar tu ridículo y delicioso nerviosismo, pensé que las estrellas estaban haciendo justo en ese momento su aparición.
Pídeme el teléfono, pensé. O vamos a dar un paseo. Y como dos completos desconocidos hicimos cosas increíbles.
- ¿Te acuerdas?, le pregunté al espejo.
Éramos dos jugadores en el mismo tablero, huíamos juntos de nuestro pasado caótico, y nos olvidamos de ese monstruo que nos perseguía. Algo que jamás hubiera pensado que fuera a pasar. El momento más omnipresente que he vivido.
Por la noche en mi habitación nos volvimos locos. Tratamos de alcanzar las estrellas y nos sentimos bien. Aunque me diera miedo que la felicidad se transformase en algo real.
En aquel tablero el juega un poco, y eso estremece su cuerpo. Él pasa por su vientre, se desvía y va hasta las piernas, los pies, sube y baja las manos por el lado interno de sus muslos, siente el calor pero no se acerca. Es una caricia dulce, delicada, y cuanto mas delicada, más alucinante.
Por la mañana me serví una jarra de café hirviendo, otra de leche, una jarra de zumo preparado y algunas galletas. También algunas tostadas. Ni cereales con fibra y chocolate, ni rosquillas, ni bollitos ni nada más. Mojé una galleta en el café con leche: disfruté. Otra y otra, seguí disfrutando como pocas mañanas en mi vieja vida de prisas, horarios y dinero había disfrutado. Nos pasamos la vida persiguiendo tantas cosas vacías.
El momento era perfecto. ¿Te acuerdas?, le pregunté al espejo.
Las olas del mar con su parsimonioso ronroneo, la tarima de madera de teca en contacto con nuestra piel, rodeados de mullidos cojines de mil colores y de velas de todos los tamaños. Alrededor una fina guirnalda de lucecitas iluminaba tenuemente la oscuridad del ocaso. Me volví hacia la derecha al escuchar un grillo entre los matorrales supervivientes que había aquí y allí, medio enterrados por la blanca arena. Y en el horizonte se desdibujaba el trazado de una diluida línea entre cielo y mar. Cogí la cerveza fría que tenía al lado de mis pies, y así sentada en la madera, respiré profundamente el aire salado mientras le daba un sorbo lento, despacio. Tu estabas allí a mi lado, vestido con tus tejanos, y la pulsera de cuero envejecido que te regalé, reteniéndome por las caderas entre tus brazos. Besos en el cuello, melena hacia atrás, ojos cerrados, espalda arqueada y el brazo extendido con la mano abierta intentando arañar el suelo. Irresistiblemente atractivo, te pusiste serio. Concentrado en una idea que pareció fijarse en tu mente.
El momento era perfecto. ¿Te acuerdas?, le pregunté al espejo.
No me arrepiento, fue una decisión como tantas otras que he tomado en mi vida. Y me miré en el espejo, y aunque mis ojos se mantenían inexpresivos, mi alma lloraba porque todo aquello nunca sucedió.
Cuando salieron del Starbucks, cada uno tomó una dirección y se alejaron andando para no volver a verse nunca jamás.
Tu y yo, nunca llegamos a existir.
Carpe Diem.
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