Y es que
hoy me he dado cuenta, que quisiera escribir sobre el hecho de tener tanto
miedo a mostrarnos tal como somos. A raíz de
esta aseveración, se me ocurrió la nefasta idea de empezar un experimento
social, basado en la búsqueda de pruebas, que me condujeran a algunos datos
concluyentes. Asimismo yo sería mi propio conejillo de indias, siguiendo algo
de por mí ya natural, que no es otra cosa más complicada que el ser yo misma en
toda circunstancia. Esto significaba soportar juicios y críticas exteriores; equivalía
a resistir como un vulnerable pollito que chapotea en una pecera llena de
pirañas.
Hasta ahora
he sobrevivido a la mencionada investigación, así que aquí expongo tres valiosas
conclusiones:
En primer
lugar, la comunicación franca, libre y sincera se ve coaccionada por el miedo
que tenemos a expresar nuestras opiniones o sentimientos a nuestros semejantes,
ya sea porque pensamos que nuestras ideas no tienen suficiente valor, o porque
creemos que vamos a hacer el ridículo.
En segundo
lugar, cuando se nos demanda una respuesta que no queremos o no nos atrevemos a
dar, damos paso a diferentes estrategias.
El mutismo o refugio del silencio, el cual genera un daño espantoso y es sin duda, la manera más clara para herir. Ésta es una de las respuestas más agresivas que
podemos demostrar, pues cuando alguien muestra indiferencia, implica que estás
retirando todos tus sentimientos, que no existe para ti. La indiferencia es la
respuesta más dura, aun cuando se espera poco. Otra reacción seria opinar pensando únicamente en conseguir el apoyo y la aprobación de los otros.
En tercer
lugar ser llano y honesto produce un estado de felicidad inquietante. Como
aquél chiflado al que le dan el alta en el manicomio, y disfruta alegremente su
vida sin controlar a cada paso lo que dice y lo que hace.
Son gente extraña que
nos contagian con sus rarezas y paranoias; van cargados de kilos de dinamita a
sus espaldas mientras caminan por la cuerda floja. En ocasiones, se comportan
como personas normales, centrándose en las obligaciones más terrenales, contestando
sensata y correctamente, basando su existencia en la existencia misma (como lo
haría por ejemplo una lechuga, siempre centrada
en su fotosíntesis). Aunque al rato, los pobres locos se mustian de tanta
cordura, y vuelven a sus variopintos quehaceres, dónde encuentran la felicidad
dentro de su infelicidad.
Hay que tener paciencia hasta que se les pasa el
trastorno, y vuelven a moderarse, porque hay que entender que luchan
furiosamente consigo mismos. Suelen ser
estrafalarios, y tienen una fe férrea en los milagros, en los sueños y en la
humanidad en general, llegando a parecer almas atontadas hasta el punto de
alcanzar la máxima estupidez. Y debo confesar que tengo debilidad por ellos; cuanto
más felices, espontáneos, entusiastas, pasionales, abiertos, francos,
idealistas, delicados, raros, auténticos, extravagantes, revolucionarios,
impetuosos, rebeldes y seductores; mejor. Y mejor que mejor, si lideran o siguen alguna
causa perdida. Estoy encantada con ese atajo de gente que escucha con el
corazón y habla con desparpajo. Verdaderamente, somos tipos que nunca nos aburrimos,
y esa precisamente es mi debilidad: el aburrimiento.
Una vez me
encontré con alguien mientras expresaba sus reflexiones de la manera más
políticamente correcta. Daba la impresión de ser una persona cabal, seria,
racional, un locuaz e intrigante comunicador, capaz de convencer por sus buenos
modales, y por su actitud ante la adversidad. Dicha actitud consistía en
adaptarse a todo y a todos, logrando un discurso que traslucía constantemente
su fuerte y madura personalidad, con un toque justo de sensibilidad, que
barnizada con un sentido práctico de la realidad.
Frente a él, aguantaba yo
sudorosamente la pose. Me impresionó escuchar las diatribas de aquella joya del
lenguaje verbal; la perfección con la que insinuaba todo sin asegurar nada; la
habilidad como variaba de un tono elevado a otro natural, y de uno entusiasta a
otro cortante. Al acabar su cháchara sin sentido, esbozaba una triunfante sonrisa
en su rostro. El
parlanchín tenía una increíble capacidad para equivocarse, sin embargo los
oyentes lo hubieran defendido con su vida, extasiados ante tal despliegue de
extraordinaria sabiduría.
Reuní todas
mis energías para intentar no bostezar, pues sólo la insinuación de semejante
posibilidad hubiera podido considerarse un insulto.
El showman
demostraba méritos para ganarse el afecto del público, y aquello me dejó
preocupada, algo abatida, ya que el todopoderoso personaje poseía el aire más
satisfecho del mundo, a pesar de la espeluznante estafa que eran sus palabras,
el atroz engaño en su discurso, y el siniestro manipulador que era él mismo. La
extrema pobreza de espíritu que manifestaba me irritaba de tal manera que
fruncí el ceño adoptando a la vez un aire cada vez más salvaje.
¿Hasta qué
punto nos influye la opinión pública, la crítica social? Y otra pregunta,
¿hasta qué punto nos comportamos como cromos repetidos para contentar a los
demás, representando el papel de un perfecto extraño?
Como ya he
dicho, he sobrevivido a todo esto.
Soy una
creadora de relatos, a la que le gusta
filosofar. Siento una predilección especial por utilizar palabras malsonantes
en los momentos de desahogo. No puedo negar cierta tendencia al egocentrismo, ni al orgullo. Sospecho que dentro hay vanidad, e incluso tal vez algunos sentimientos de superioridad, y no sin razón. Vale más que sepáis, antes
de invitarme a una fiesta, que canto horriblemente mal, que meteré la pata en
algún momento, y que intentaré por todos los
medios, llamar la atención con algún comentario irreverentemente escandaloso.
Por supuesto, no esperéis de mí a una
erudita en lo que al “tener tacto” se refiere. Asimismo es importante no
obviar mi perfil infantil que incluye explosiones de mal genio, expresadas en
pataletas, caprichos, fantasías, dramas y obstinación. Tengo tantas veces
razón, como tantas veces me equivoco. Por si fuera poco, me río de mis propios
chistes, que mayormente no tienen ninguna gracia. Y podría escribir la Biblia
señalando todos mis defectos, pero creo que los que he expuesto son los que más me avergüenzan. No puedo redimir mis pecados escribiéndolos, sin embargo los miro de frente para sobreponerme a ellos. Con todo,
me honra decir que me consideran dócil de corazón.
Si
me preguntan qué he venido a ésta vida para hacer, te diré: me vine a vivir en
voz alta. (Émile Zola).
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