Operación destape






Tengo tres hipótesis que me rondan últimamente por la cabeza. La primera es que me he vuelto loca, y los demás están cuerdos. La segunda es que soy una persona mentalmente sana, y los demás unos dementes. Y la tercera, mi favorita, es que estamos todos completamente perturbados y sólo algunos tienen la capacidad de disimularlo.

Y es que hoy me he dado cuenta, que quisiera escribir sobre el hecho de tener tanto miedo a mostrarnos tal como somos. A raíz de esta aseveración, se me ocurrió la nefasta idea de empezar un experimento social, basado en la búsqueda de pruebas, que me condujeran a algunos datos concluyentes. Asimismo yo sería mi propio conejillo de indias, siguiendo algo de por mí ya natural, que no es otra cosa más complicada que el ser yo misma en toda circunstancia. Esto significaba soportar juicios y críticas exteriores; equivalía a resistir como un vulnerable pollito que chapotea en una pecera llena de pirañas.

Hasta ahora he sobrevivido a la mencionada investigación, así que aquí expongo tres valiosas conclusiones:

En primer lugar, la comunicación franca, libre y sincera se ve coaccionada por el miedo que tenemos a expresar nuestras opiniones o sentimientos a nuestros semejantes, ya sea porque pensamos que nuestras ideas no tienen suficiente valor, o porque creemos que vamos a hacer el ridículo.

En segundo lugar, cuando se nos demanda una respuesta que no queremos o no nos atrevemos a dar, damos paso a diferentes estrategias. 

El mutismo o refugio del silencio, el cual genera un daño espantoso y es sin duda, la manera más clara para herir. Ésta es una de las respuestas más agresivas que podemos demostrar, pues cuando alguien muestra indiferencia, implica que estás retirando todos tus sentimientos, que no existe para ti. La indiferencia es la respuesta más dura, aun cuando se espera poco. Otra reacción seria opinar pensando únicamente en conseguir el apoyo y la aprobación de los otros.

En tercer lugar ser llano y honesto produce un estado de felicidad inquietante. Como aquél chiflado al que le dan el alta en el manicomio, y disfruta alegremente su vida sin controlar a cada paso lo que dice y lo que hace. 

Son gente extraña que nos contagian con sus rarezas y paranoias; van cargados de kilos de dinamita a sus espaldas mientras caminan por la cuerda floja. En ocasiones, se comportan como personas normales, centrándose en las obligaciones más terrenales, contestando sensata y correctamente, basando su existencia en la existencia misma (como lo haría  por ejemplo una lechuga, siempre centrada en su fotosíntesis). Aunque al rato, los pobres locos se mustian de tanta cordura, y vuelven a sus variopintos quehaceres, dónde encuentran la felicidad dentro de su infelicidad. 

Hay que tener paciencia hasta que se les pasa el trastorno, y vuelven a moderarse, porque hay que entender que luchan furiosamente consigo mismos. Suelen ser estrafalarios, y tienen una fe férrea en los milagros, en los sueños y en la humanidad en general, llegando a parecer almas atontadas hasta el punto de alcanzar la máxima estupidez. Y debo confesar que tengo debilidad por ellos; cuanto más felices, espontáneos, entusiastas, pasionales, abiertos, francos, idealistas, delicados, raros, auténticos, extravagantes, revolucionarios, impetuosos, rebeldes y seductores; mejor. Y mejor que mejor, si lideran o siguen alguna causa perdida. Estoy encantada con ese atajo de gente que escucha con el corazón y habla con desparpajo. Verdaderamente, somos tipos que nunca nos aburrimos, y esa precisamente es mi debilidad: el aburrimiento.

Una vez me encontré con alguien mientras expresaba sus reflexiones de la manera más políticamente correcta. Daba la impresión de ser una persona cabal, seria, racional, un locuaz e intrigante comunicador, capaz de convencer por sus buenos modales, y por su actitud ante la adversidad. Dicha actitud consistía en adaptarse a todo y a todos, logrando un discurso que traslucía constantemente su fuerte y madura personalidad, con un toque justo de sensibilidad, que barnizada con un sentido práctico de la realidad. 

Frente a él, aguantaba yo sudorosamente la pose. Me impresionó escuchar las diatribas de aquella joya del lenguaje verbal; la perfección con la que insinuaba todo sin asegurar nada; la habilidad como variaba de un tono elevado a otro natural, y de uno entusiasta a otro cortante. Al acabar su cháchara sin sentido, esbozaba una triunfante sonrisa en su rostro. El parlanchín tenía una increíble capacidad para equivocarse, sin embargo los oyentes lo hubieran defendido con su vida, extasiados ante tal despliegue de extraordinaria sabiduría.

Reuní todas mis energías para intentar no bostezar, pues sólo la insinuación de semejante posibilidad hubiera podido considerarse un insulto.

El showman demostraba méritos para ganarse el afecto del público, y aquello me dejó preocupada, algo abatida, ya que el todopoderoso personaje poseía el aire más satisfecho del mundo, a pesar de la espeluznante estafa que eran sus palabras, el atroz engaño en su discurso, y el siniestro manipulador que era él mismo. La extrema pobreza de espíritu que manifestaba me irritaba de tal manera que fruncí el ceño adoptando a la vez un aire cada vez más salvaje.

¿Hasta qué punto nos influye la opinión pública, la crítica social? Y otra pregunta, ¿hasta qué punto nos comportamos como cromos repetidos para contentar a los demás, representando el papel de un perfecto extraño?

Como ya he dicho, he sobrevivido a todo esto.

Soy una creadora de relatos, a la que le gusta filosofar. Siento una predilección especial por utilizar palabras malsonantes en los momentos de desahogo. No puedo negar cierta tendencia al egocentrismo, ni al orgullo. Sospecho que dentro hay vanidad, e incluso tal vez algunos sentimientos de superioridad, y no sin razón. Vale más que sepáis, antes de invitarme a una fiesta, que canto horriblemente mal, que meteré la pata en algún momento, y que intentaré por todos los medios, llamar la atención con algún comentario irreverentemente escandaloso. Por supuesto, no esperéis de mí a una erudita en lo que al “tener tacto” se refiere. Asimismo es importante no obviar mi perfil infantil que incluye explosiones de mal genio, expresadas en pataletas, caprichos, fantasías, dramas y obstinación. Tengo tantas veces razón, como tantas veces me equivoco. Por si fuera poco, me río de mis propios chistes, que mayormente no tienen ninguna gracia. Y podría escribir la Biblia señalando todos mis defectos, pero creo que los que he expuesto son los que más me avergüenzan. No puedo redimir mis pecados escribiéndolos, sin embargo los miro de frente para sobreponerme a ellos. Con todo, me honra decir que me consideran dócil de corazón.



Si me preguntan qué he venido a ésta vida para hacer, te diré: me vine a vivir en voz alta. (Émile Zola).

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